Zona Cero || El despojo de doña Carlota

Roberto Santos // La casa de Carlota era el refugio de toda una vida, el lugar donde se guardaban los recuerdos de años de esfuerzo, sacrificio y amor.

Pero el 25 de marzo, cuando Mariana, su hija, cruzó las puertas de la Fiscalía Regional de Chalco, sabía que algo irreparable estaba ocurriendo. No era solo un pedazo de tierra que se les arrebataba; era su historia, su identidad, su hogar.

Mariana denunció la invasión de su vivienda, pero la respuesta de las autoridades fue lenta, torpe, casi indiferente. “Ya está en manos de la justicia”, le dijeron. Ella, agotada por la impotencia, regresó al día siguiente al lugar de los hechos, acompañada por agentes municipales, con la esperanza de que por fin, la ley interviniera.

Pero, al llegar, los policías se limitaron a mirar sin hacer nada. Nadie se movió para desalojar a los invasores. Nadie actuó. El silencio administrativo fue tan denso como el aire que rodeaba la casa tomada.

La desesperación comenzó a hacer mella en la mente de Carlota. Una mujer de 74 años, que durante toda su vida había trabajado para conseguir lo que tenía, estaba viendo cómo un grupo de desconocidos se apoderaba de lo que era suyo. El dolor de la injusticia se mezclaba con la frustración, la rabia de ver cómo el sistema, que debería protegerla, la dejaba desamparada.

¿Dónde estaba la justicia? ¿Acaso las leyes existían solo para los poderosos, para aquellos que no tenían que luchar por lo suyo? Carlota, madre y abuela, se sintió pequeña, vulnerable.

Pero en su interior creció algo más grande que la tristeza: la ira, esa chispa que se enciende cuando no hay más caminos y lo único que queda es enfrentar el miedo con furia.

El 2 de abril, Carlota tomó una decisión. Acompañada por sus hijos y armada, llegó al frente de su propia casa. Seguramente no fue una decisión fácil. Sabía lo que estaba en juego. Pero es probable que el miedo de perder lo que le pertenecía, ese miedo que consume cuando no hay nadie que te defienda, la empujó a hacer algo que nunca imaginó: tomar la justicia por sus propias manos.

Lo que ocurrió después, el fatal desenlace que terminó con dos muertos y una familia arrestada, no fue más que el último eslabón de una cadena que comenzó con la inacción de las autoridades.

La desesperación, el cansancio de luchar contra un sistema que no respondía, la rabia acumulada… todo eso se transformó en tragedia.

Porque cuando un pueblo se siente abandonado, cuando las instituciones se muestran ineficaces y las promesas de ayuda son solo palabras vacías, la ira estalla de formas impredecibles.
Las autoridades, que durante días mantuvieron una distancia peligrosa, finalmente intervinieron.

Pero no con la justicia que la familia de Carlota merecía, sino con la fuerza de la ley que llega tarde y que, en este caso, solo sirvió para encarcelar a los culpables de un crimen que nunca debió suceder, la muerte de dos personas, el sufrimiento de una familia rota, y la pérdida irremediable de lo que se pensaba seguro.

Mariana, la hija que denunció con tanta esperanza, vio cómo el mismo sistema que prometía protección terminó dándole la espalda.

La fiscalía, al final, devolvió la posesión de la vivienda a ella, pero la sombra de lo ocurrido se proyecta mucho más allá de las paredes de esa casa.

La justicia se ha quedado corta, no solo en la respuesta tardía, sino en la falta de humanidad para comprender el desespero que siente un ser humano cuando ve su vida desmoronarse sin que nadie le ofrezca ayuda.

Las autoridades, al no actuar a tiempo, no solo fallaron en proteger la propiedad de Carlota, sino que expusieron a toda una familia a la desesperación.

Y esa desesperación, ese grito mudo que se convierte en rabia y luego en violencia, es lo que, al final, acabó con la vida de dos personas.

Hoy, la historia de Carlota y su familia es una más en la larga lista de aquellos que sienten el peso de la negligencia de un sistema que, como una sombra lejana, parece no querer verlos.

No importa cuántos papeles se firmen ni cuántas investigaciones se realicen; lo que importa es que cuando la justicia llega tarde, no solo se pierde lo que se reclama, sino también la esperanza de que alguien esté dispuesto a defender lo que es suyo.

Carlota, Mariana, Eduardo y los demás involucrados en este trágico suceso no solo enfrentan las consecuencias de un acto desesperado, sino la amarga realidad de que la justicia, cuando es negligente, puede ser tan cruel como los propios invasores.