Roberto Santos // Cada 9 de octubre, algunos sectores insisten en rendir homenaje al Che Guevara, no desde una mirada crítica o histórica, sino como un acto casi religioso, donde se le exalta como símbolo de amor, justicia y dignidad.
Sin embargo, esa imagen muchas veces omite una parte fundamental de su legado, como es el uso sistemático de la violencia en nombre de la revolución
No se trata solo de sus ideales, sino de sus acciones. Guevara participó activamente en juicios sumarios, promovió ejecuciones sin debido proceso y justificó abiertamente la eliminación del adversario político.
También afirmó que el odio debía ser motor de la lucha, y que podía convertir al ser humano en una “máquina de matar”.
¿Eso es amor al pueblo? ¿Es ese el ejemplo que merecen las nuevas generaciones?
Se tiende a romantizar al Che como un idealista, ignorando su papel como parte del aparato represivo cubano y su desprecio por la disidencia.
No ejecutó dictadores: ejecutó campesinos y obreros acusados de traición, sin derecho a defensa.
Reconocer su impacto histórico no implica justificar sus métodos. Recordarlo sin matices, sin crítica, es traicionar la memoria de quienes sufrieron por pensar distinto.
Y es especialmente preocupante cuando desde espacios institucionales, como el Congreso de Guerrero, se le celebra y enaltece sin cuestionamientos, como si la violencia fuera una etapa obligatoria del cambio social.
Por supuesto que no se trata de borrar la historia, sino de mirarla completa. De evitar repetir errores justificando causas nobles con métodos injustificables.
Y esto porque la verdadera justicia no necesita mártires armados, sino ciudadanos libres.