Zona Cero || No se enoje, diputada

Roberto Santos // La diputada Leticia Mosso no debería enojarse. Al hacerlo, olvida aquella vieja máxima según la cual los políticos deben aprender a comer sapos sin hacer gestos.

Y tampoco tendría por qué molestarse porque alguien fotografiara la camioneta de Victoriano Wences Real, comisionado estatal del PT. El vehículo no es nuevo, no está oculto y no deja de circular desde hace tiempo. Simplemente, alguien lo vio.

Si bien es cierto que publicaron señalamientos de algunos manejos en las administraciones municipales, la diputada Mosso puede decir “que tiene otros datos.”

A veces se olvida un detalle elemental: el ser humano se mueve por la pulsión del deseo, por la gratificación que da poseer, por la necesidad inconsciente de exhibir aquello que nos define simbólicamente.

El dinero —como el enamoramiento— es difícil de ocultar: siempre encuentra una rendija para volverse visible.

Ahí está, para ejemplo, el también petista Gerardo Fernández Noroña. Aquel que antes presumía austeridad y hoy habita una mansión de 12 millones de pesos y conduce un Volvo, emblema universal de poder y estatus. Nada raro: el ego suele agradecer los ascensos materiales, y rara vez pide permiso para mostrarlos.

En ese sentido, tampoco hay misterio con Victoriano Wences y la camioneta Yukon. Lo que resulta inexplicable no es el vehículo, sino la irritación que provoca que alguien describa lo evidente.

La diputada afirma que no saluda a los periodistas porque “no son sus amigos”. Tiene razón: no lo son. Y no necesitan serlo. La cercanía emocional no forma parte del contrato democrático. Pero sí debería entender que el escrutinio público no es agresión, sino una consecuencia natural del poder que se ejerce.

El PT mantienen una relación peculiar con esa vigilancia social: sus dirigentes se desplazan en autos costosos, viven con holgura y, cuando alguien lo nota, reaccionan como si se atentara contra un privilegio divino a no ser observados. Todos los ven, pero actúan como el rey desnudo que se convence de que sigue vestido.

Y ahí puede estar el verdadero problema, que la irritación no venga del señalamiento, sino del ego herido.

La riqueza puede disimularse un tiempo, pero tarde o temprano se asoma.
¿Por qué ellos no habrían de presumir lo que poseen si ya pueden pagarlo igual que Noroña u otros ilustres representantes de otros partidos? La psique humana está hecha de símbolos: autos, casas, marcas… espejos donde el ego se mira y se confirma.

Pero la anécdota automotriz apenas raspa la superficie. El PT, que se envuelve en discursos de izquierda, arrastra desde su origen la sombra incómoda de haber sido creado bajo el auspicio de Raúl Salinas de Gortari.

Resulta difícil sostener la narrativa revolucionaria cuando la cuna fue tan cómoda. Más que ser una izquierda auténtica, el partido parece una fantasía ideológica administrada por quienes hoy lo dirigen.

El ego sobredimensionado, en política, es un enemigo poderoso, lo dicen los expertos.

Se expresa de manera inconsciente con la convicción de tener siempre la razón, de que cualquier crítica es una ofensa, en la imposibilidad de escuchar.

Pero una sola observación —una foto, un comentario, un dato— basta para que la armadura de seguridad se revele como lo que es, tan frágil como el cristal.

Y cuando el ego toma el volante —en sentido figurado y literal— todo se distorsiona. El periodista que describe una contradicción se convierte de pronto en enemigo. La crítica se vuelve ataque. La observación se interpreta como afrenta.

El reto no es extirpar el ego, porque todos lo necesitamos. El desafío es domesticarlo, impedir que decida por nosotros, evitar que convierta la defensa de la imagen en la exhibición de nuestra fragilidad psíquica.

Aceptar que uno puede equivocarse no disminuye a nadie. Pero para algunos resulta más sencillo culpar al mensajero que mirar hacia su interior.