Roberto Santos // La escena es conocida. Un funcionario público celebra una fiesta de lujo, las fotografías circulan por redes sociales y medios nacionales, y desde Palacio Nacional se lanza el recordatorio: “austeridad, austeridad y austeridad”. Pero el eco parece llegar tarde.
El funcionario en cuestión exhibe opulencia. Y claro, si tiene el dinero para eso, nadie lo puede cuestionar.
El problema es que su partido, ha elevado la austeridad a norma estatutaria y bandera moral.
La presidenta Claudia Sheinbaum no tardó en fijar postura: “austeridad a todos”, dijo firme en la mañanera.
¿Por qué lo hacen?
Esta no es la primera ni será la última vez que un servidor público contradiga, con ostentación, los principios de su partido o gobierno.
La pregunta es inevitable: ¿por qué, incluso sabiendo que podrían ser exhibidos, insisten en hacer lo que saben que está mal visto?
La respuesta podría encontrarse más allá de la política, en los pliegues del inconsciente.
Desde el psicoanálisis, hay varios conceptos útiles para intentar comprender este comportamiento. Uno de ellos es el narcisismo.
En su forma más básica, el narcisismo es el deseo de ser visto, admirado, reconocido.
Freud lo describió como una etapa normal del desarrollo psíquico, pero advirtió que, cuando persiste en la adultez en forma exacerbada, puede producir una desconexión con la realidad y con los otros.
En política, este rasgo se vuelve especialmente riesgoso.
Muchos funcionarios no se conciben como simples administradores públicos, sino como protagonistas de una historia de la grandeza de su vida en la que merecen excepciones.
Y una fiesta fastuosa no es sólo una celebración, sino una representación: un escenario para reafirmar poder, estatus, y sí, para ser vistos.
Como si dijeran: “Yo sí puedo permitírmelo”.
La idea de austeridad, en cambio, no ofrece brillo inmediato.
Representa contención, invisibilidad, incluso sacrificio.
Para algunos, eso equivale al olvido.
Además, el inconsciente —nos recuerda Lacan— no está regido por la lógica moral ni por el cálculo político, sino por el deseo.
Y el deseo no siempre entiende de discursos ni de reformas de estatutos.
Por eso no basta con repetir “austeridad” como mantra; hay que entender por qué, una y otra vez, se repite la transgresión.
No se trata de una anécdota menor. Cuando un político exhibe opulencia, la contradicción no es solo estética: es ética.
Y más aún en un país donde millones viven en condiciones de precariedad.
El problema no es la fiesta, sino lo que representa: el retorno del viejo vicio político bajo un nuevo ropaje ideológico.
Y la distancia —cada vez más evidente— entre los principios que se declaran y las vidas que se llevan.
Mientras tanto, el mensaje de Claudia Sheinbaum resuena con fuerza, pero también con duda: ¿puede un proyecto de transformación sostenerse si sus operadores no resisten la tentación del privilegio?
La política no solo se trata de lo que se dice, sino de cómo se vive.
Y a veces, como bien sabe el psicoanálisis, lo más revelador no es lo que se enuncia, sino lo que se exhibe, sin querer, en la fiesta.