Miguel Ángel Santos // Este domingo, en Acapulco, ocurrió un hecho alarmante, una niña estuvo a punto de perder la vida a manos de un joven drogado que la atacó con un cuchillo en pleno mediodía, en el Andador Laguna del Cuajo, por la zona conocida como MaryCarmen.
Afortunadamente, la menor, aunque herida, logró escapar. Sus gritos alertaron a los vecinos, quienes no dudaron en intervenir, conteniendo al agresor y evitando una tragedia mayor.
El atacante, según reportes preliminares, murió poco después en plena calle. No presentaba heridas visibles que explicaran su muerte, por lo que se presume una sobredosis como posible causa, aunque serán las autoridades las que lo confirmen.
El hecho, por sí solo, es preocupante. Pero es también el reflejo de una problemática nacional: la normalización del consumo de drogas, la falta de políticas efectivas de prevención y tratamiento, y una sociedad que parece acostumbrarse al caos.
Este caso es un botón de muestra del deterioro social que México ha alcanzado durante los últimos años, donde la circulación de sustancias tóxicas es cada vez más amplia, más visible y, paradójicamente, más permitida.
Quienes controlan este lucrativo negocio lo hacen con una impunidad que resulta insultante, mientras miles de jóvenes son captados, enviciados y arrastrados por una espiral de violencia, adicción y muerte.
No hay, en realidad, una política de Estado sólida que proteja a la población de esta amenaza.
Cada vez son más las personas dependientes de las drogas, en especial de las sintéticas, que cambian de fórmula más rápido que las leyes pueden adaptarse.
Se multiplican los consumidores y las consecuencias, pero no las respuestas.
Erich Fromm, psicoanalista y filósofo social del siglo XX, planteaba que vivíamos en una “sociedad enferma”, no por sus individuos, sino por los valores que la organizan: el consumo desmedido, la pérdida del sentido de comunidad, la deshumanización del otro.
En su obra El corazón del hombre, decía: “La libertad no significa nada cuando el individuo se convierte en un engranaje del sistema, incapaz de decidir, de amar, de pensar por sí mismo.” ¿No describe esa frase con precisión el drama que vivimos hoy?
México, como muchas otras naciones, parece haber caído en una especie de desquiciamiento colectivo.
La droga se ha vuelto parte del paisaje cotidiano: en las esquinas, en las escuelas, en los hogares.
Y mientras la juventud busca evasión o sentido en estas sustancias, el Estado ofrece indiferencia, discursos huecos o represión sin estrategia.
¿Qué nos dice este episodio en Acapulco? Nos grita que estamos ante una emergencia social, no sólo de salud pública, sino de humanidad. Que no podemos seguir actuando como si la adicción fuera un problema ajeno, o como si los muertos y los adictos solo fueran números en las estadísticas. Que tenemos una sociedad que duele, que sangra, que se cae.
Si no reconocemos la magnitud del problema, si no exigimos una política integral —que combine prevención, atención, educación, control y justicia—, seguiremos contando historias como la de esta niña que corrió por su vida mientras un joven, que alucinaba bajo los efectos de alguna sustancia, perdía la suya.
Y entonces, tal vez, ya no sea posible hablar de un país enfermo. Estaremos, más bien, describiendo a un país moribundo.
Es el momento oportuno para actuar.