Roberto Camps // Es difícil hablar de Guerrero sin reconocer que este estado carga con una herida abierta que no cierra: Ayotzinapa. Casi once años después, la lucha de los padres sigue siendo símbolo de resistencia, pero también espejo de un país donde la verdad y la justicia parecen siempre lejanas. En ese escenario, la renuncia de Vidulfo Rosales no es un hecho menor; es una ruptura con el moviento de los 43 y con la historia.
La noticia generó desconcierto entre los familiares: Cristina Bautista, madre de uno de los jóvenes desaparecidos, declaró que “no se imaginaban que Vidulfo los fuera a dejar”, aunque confirmaron que seguirán acompañados por el Centro de Derechos Humanos de la Montaña.
El hecho de que su siguiente paso esté vinculado a la Suprema Corte alimenta suspicacias sobre si su salida representa un reconocimiento legítimo o un caso más de cooptación institucional .
Rosales fue durante más de una década el representante jurídico de los 43, lo que aprovechó para asumir un papel de vocero, donde hizo toda clase de señalamientos, sin sustento legal, se convirtió así en el abogado incómodo que señalaba al Ejército, que desafiaba gobiernos y se convirtió en referente dentro y fuera del país. La larga exposición mediática le dio hasta cierto punto, liderazgo del movimiento de los 43. Ese liderazgo que hoy abandona para ir en pos de sus sueños, o intereses.
Pero en su relación con los padres de los estudiantes normalistas, Vidulfo arrastró tensiones y desencuentros. Ahí está la memoria de aquel audio filtrado en 2016, donde se escuchaba una voz que lo llamaba a los padres “indios piojosos”. Él lo negó, denunció espionaje y pidió cerrar el capítulo, pero la desconfianza quedó sembrada.
No fue un tropiezo aislado: en 2021, cuando buscó convertirse en fiscal de Guerrero, los padres lo rechazaron con fuerza. No querían a su abogado convertido en funcionario, mucho menos en un estado donde la procuración de justicia ha sido rehén del poder.
Ahora, en 2025, su salida vuelve a reabrir esas viejas heridas. Vidulfo alega razones personales, de salud, falta de recursos y respaldo político. Pero lo cierto es que su incorporación a la Suprema Corte, de la mano del ministro Hugo Aguilar, se lee entre los familiares como una traición. Y la palabra pesa. Porque en Guerrero, donde los liderazgos suelen confundirse con el poder que juraron combatir, la línea entre la coherencia y la cooptación siempre es delgada.
La renuncia de Vidulfo ocurre en un estado al borde: masacres en Ayutla, bloqueos en la Montaña, la Sierra convertida en la región más pobre, la violencia cotidiana en Acapulco. En Guerrero hay hartazgo, desconfianza, desencanto. Y si el caso más emblemático, el de Ayotzinapa, se queda sin su abogado histórico, ¿qué esperanza queda para los demás?
No se trata de crucificar a Rosales. Tantos años en una causa tan dolorosa habrían desgastado a cualquiera. Pero tampoco de minimizar lo que significa su salida: una fractura profunda en la representación de las víctimas, un golpe a la credibilidad de la lucha y una confirmación de que en Guerrero los movimientos sociales todavía dependen demasiado de figuras individuales.
Más allá de nombres y trayectorias, la verdadera lección es que Guerrero necesita reconstruir confianza colectiva: un tejido de liderazgos, instituciones y ciudadanía que no dependa de una sola voz ni de una figura mediática. De lo contrario, cada renuncia seguirá siendo interpretada como un abandono, y cada vacío como un retroceso en la larga lucha por verdad y justicia.
Al final, lo que nos deja este episodio es una lección amarga: la justicia no puede descansar en un solo nombre. O se construye una confianza colectiva que trascienda a los liderazgos, o cada renuncia será leída como abandono, cada vacío como traición.