Roberto Santos // Finalmente alguien decidió dar atención a Mica, quien padece algún tipo de trastorno mental, y vivía en situación de calle.
En Chilpancingo, es común ver caras de personas desorientadas, algunas hablando consigo mismas, otras riendo o insultando a los demás.
Otras, simplemente caminando sin rumbo, ajenas al caos urbano pero atrapadas en otro, mucho más silencioso y persistente.
Se trata de personas con trastornos mentales.
Algunas llegaron a la capital como consecuencia del desplazamiento, y otras, oriundas de este lugar, sin un destino claro, y aún menos, sin políticas de Estado que les garanticen un mínimo de dignidad.
A varios les vemos en estados psicóticos, en plenas alucinaciones o estados delirantes, que en algún momento pueden ser peligrosos para cualquier vecino.
En medio de este escenario, aparece una narrativa recurrente, pretender romantizar la locura.
Hay quienes observan a estos personajes con una mezcla de fascinación y ternura, como si su libertad deambulatoria fuera un acto de resistencia, una especie de iluminación espontánea que los libera del sistema.
Se les atribuyen cualidades casi místicas, confundiendo su enfermedad con conciencia expandida. Nada más lejos de la verdad.
Como bien señaló Michel Foucault en “Historia de la locura”, la sociedad moderna ha oscilado entre encerrar al loco y admirarlo desde una distancia segura. “El loco es aquel a quien se escucha como un oráculo o a quien se silencia en un manicomio”.
Hoy, muchos prefieren la primera opción: escucharlo, admirarlo, romantizarlo… pero rara vez ayudarlo.
Ese fetichismo por la locura, esa visión casi poética del sufrimiento mental, termina por negar su verdadera dimensión: una condición de salud que requiere atención integral.
Porque no, no son libres. Están secuestrados por una enfermedad que interrumpe su razonamiento, que les impide planear, protegerse, desarrollarse.
Su vida no transcurre en libertad, sino en la intemperie del abandono.
Deambulan no por elección, sino por omisión del Estado.
Y en Chilpancingo tenemos la presencia de varios, entre mujeres y hombres. Algunos ya conocidos y otros que llegan y así se van.
Eso es posible porque en México, y particularmente en Guerrero, el acceso a servicios de salud mental sigue siendo un privilegio de pocos.
Los centros psiquiátricos son escasos, mal financiados y muchas veces desvinculados de los entornos comunitarios.
En teoría, se apuesta por un modelo familiar: que el paciente regrese con los suyos, que la atención sea en casa.
Pero ¿qué ocurre cuando la familia no puede, no sabe o simplemente no está? El resultado: la calle.
Las políticas públicas deben dejar de ser documentos decorativos. Urge garantizar el acceso universal a servicios de salud mental, sin importar condición económica o social.
Y no se trata solo de dar pastillas, sino de proteger derechos: el derecho a la atención y a no ser maltratado.
Se trata de ofrecer rehabilitación psicosocial, apoyo para la vida cotidiana, entornos seguros y redes comunitarias.
Es necesario avanzar hacia un enfoque que incluya a la comunidad, que articule salud, educación, justicia y sociedad civil.
Que prevenga, que eduque, que acompañe. Y sobre todo, que escuche, pero de verdad. No al loco como símbolo, sino a la persona detrás de la enfermedad, y a los familiares, que deben atenderlo.
Combatir el estigma no es celebrar la locura: es reconocerla, dignificarla, tratarla.
Tampoco se trata de encerrar por encerrar, de librar las calles de los trastornados, como en los tiempos de los hospitales del horror. Pero tampoco de mirar desde lejos con una sonrisa cómplice.
Se trata de intervenir, de actuar, de responsabilizarnos colectivamente.
Porque mientras la locura sea una postal pintoresca para algunos, seguirá siendo una condena silenciosa para mucho.