Roberto Santos // A once años de la desaparición de los 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, el país sigue atrapado entre la indignación y el desencanto.
El caso, lejos de resolverse, se ha convertido en un símbolo de impunidad, manipulación política y degradación institucional.
Pero también ha revelado un conflicto más profundo: la crisis cultural y educativa que atraviesa a las normales rurales y al Estado mexicano.
En septiembre de 2014, los estudiantes fueron enviados a Iguala supuestamente para tomar autobuses —una práctica ya normalizada dentro de las escuelas normales rurales— como parte de sus actividades “académicas”.
Sin embargo, el contexto era mucho más complejo. En ese municipio operaba el cártel de Guerreros Unidos, y la versión más cruda pero nunca totalmente desmentida es que los estudiantes, sin saberlo, se cruzaron con una operación de trasiego de droga. A partir de ahí, comenzó la tragedia.
Lo que debía ser una escuela formadora de docentes se transformó —por omisión del Estado y permisividad institucional— en un espacio donde la protesta se ha confundido con la violencia, y donde la resistencia ha mutado en una especie de pedagogía del petardo.
Los actuales normalistas no solo toman autobuses y carreteras: fabrican explosivos, atacan instalaciones militares y se enfrentan con autoridades.
Su discurso se sigue cobijando en la causa de los 43, pero sus métodos y fines han cambiado.
Esto no solo habla del fracaso del Estado para hacer justicia. También es un reflejo de una cultura política enferma, que utiliza el dolor ajeno como plataforma electoral.
Tres gobiernos federales —Peña Nieto, López Obrador y ahora el actual— han prometido esclarecer el caso, pero han terminado politizándolo, encubriéndolo o utilizándolo para legitimar sus proyectos.
Se prometió verdad, pero se entregaron pactos con criminales convertidos en testigos protegidos. Se prometió justicia, pero se ofreció teatro judicial.
Hoy, incluso los propios padres y madres de los 43 han comenzado a denunciar que fueron utilizados políticamente.
El desencanto es evidente. Durante años se les prometió que los responsables serían castigados, que los militares involucrados serían procesados, que habría verdad plena.
Pero el tiempo ha revelado otra historia: la de un expediente manipulado, testigos fabricados y un proceso contaminado por intereses de poder.
Mientras tanto, las normales rurales siguen sumidas en un conflicto identitario.
Forman maestros, sí, pero también reproducen una lógica de confrontación permanente, donde la formación académica se mezcla con prácticas de ocupación, saqueo y violencia. ¿Qué educación se está fomentando cuando se enseña a fabricar bombas molotov más que a enseñar a leer y escribir?
Ayotzinapa se convirtió en una bandera política, pero también en un síntoma de algo más profundo: el colapso de la confianza entre ciudadanía y Estado, entre educación y cultura cívica.
Hoy, más que nunca, es urgente repensar qué modelo educativo y cultural se está promoviendo en estas instituciones y cuál es el papel que se espera de ellas en una sociedad democrática.
La memoria de los 43 no puede seguir siendo rehén de agendas políticas ni pretexto para justificar prácticas violentas.
Exigir justicia no debería implicar normalizar la violencia ni encubrir la manipulación.
A once años, México no solo sigue sin verdad ni justicia: también sin un horizonte claro para reconciliar la memoria con la legalidad, la educación con la ética, y la cultura de protesta con la responsabilidad democrática.