Zona Cero || México, el amor por los muertos y la herida de los ausentes

Roberto Santos // El pueblo de México ha hecho del amor por sus muertos una forma de identidad.

En ningún otro rincón del mundo la muerte se viste con tantos colores, con tanta música y con tanto aroma a flores y a pan recién horneado.

Cada primero y dos de noviembre, los hogares se llenan de cempasúchil, de veladoras que guían el regreso de las almas, y de platillos que evocan los sabores de la memoria.

En los altares se reúnen el pasado y el presente: las fotografías de los que se fueron simbolizan su presencia y con los recuerdos que aún viven.

En esta fiesta, la muerte no es ausencia, sino regreso. Se le recibe como a una vieja amiga que cada año toca a la puerta para recordarnos que la vida y la muerte no son contrarias, sino parte del mismo ciclo.

Es un pacto de amor entre los vivos y los muertos, un puente tejido con música, con flores y con nostalgia.

Pero ese amor profundo, ese respeto milenario por los difuntos, contrasta hoy con una realidad desgarradora.

México, país que celebra la vida de los muertos, llora a sus desaparecidos. Más de cien mil nombres flotan en el aire sin tumba, sin altar, sin descanso.

En las carreteras, la violencia cobra vidas inocentes; en los campos, los limoneros y aguacateros sufren la muerte y la extorsión de quienes se han adueñado del miedo; en las calles, las mujeres y las niñas siguen desapareciendo, víctimas del horror cotidiano.

En los altares de hoy, junto a los retratos de los abuelos y los amigos, se colocan también las fotos de los que no regresaron, de los que se buscan aún entre fosas y silencios.

Altares improvisados se levantan en muros de oficinas con las imágenes de quienes no están con su familia, mientras la madre escarba la tierra buscando restos de su cuerpo.

La flor de cempasúchil, símbolo del camino del alma, parece extenderse ahora sobre todo un país que clama por justicia y memoria.

México sigue amando a sus muertos, pero ahora ese amor duele. Duele porque la muerte ha dejado de ser una visita esperada y se ha convertido en una sombra constante para todos.

Sin embargo, en cada altar encendido, en cada vela que titila, persiste la esperanza de que los vivos aprendan a honrar la vida con la misma devoción con que honran a sus muertos.