Roberto Santos // La protesta del 15 de noviembre dejó un mensaje político incómodo para el gobierno federal.
La presidenta Claudia Sheinbaum, en lugar de abrir un canal de escucha, optó por responder con fuerza pública.
Las imágenes de policías golpeando a jóvenes manifestantes no solo reavivaron la percepción de autoritarismo, sino que activaron un símbolo histórico: cuando el Estado se cierra, la calle se convierte en el espacio natural de la disidencia.
Reducir a los jóvenes a “manipulados por la derecha internacional” o a “pagados por poderes fácticos” es una narrativa insostenible.
Los diagnósticos oficiales eluden lo evidente: se ha roto un vínculo de confianza con una generación que, a diferencia de sus mayores, no se identifica con los viejos relatos épicos del poder.
La Generación Z politiza su malestar desde otras coordenadas culturales: precariedad cotidiana, inseguridad persistente, ansiedad económica y un duelo colectivo encarnado en la figura de Carlos Manzo, convertido en emblema de un movimiento en expansión.
La respuesta inmediata a la represión fue la convocatoria a una nueva marcha para el 20 de noviembre. La pregunta es obligada: ¿insistirá el gobierno en la vía coercitiva o reconocerá que la legitimidad también se desgasta cuando se normaliza la fuerza?
Resulta paradójico que quienes hoy gobiernan —muchos formados a la sombra del 68— parezcan olvidar la lección fundacional de aquel movimiento: las juventudes no se radicalizan por conspiración, sino por cierre institucional.
La memoria política que reivindican se desvanece frente a prácticas que evocan precisamente aquello que decían combatir.
Mientras Sheinbaum y Morena opten por alimentar la polarización, más sectores se irán distanciando.
El dato que sostiene al gobierno —la alta aprobación presidencial— podría ser insuficiente ante una fractura interna cada vez más visible.
La tensión en Morena no proviene de la oposición, sino de su propia arquitectura de poder: la disputa entre el grupo cercano al expresidente López Obrador y el bloque que acompaña a Sheinbaum ya se proyecta hacia la revocación de mandato.
No es un detalle menor que los cuadros que cada facción impulsa, tensionen el equilibrio interno del partido.
En este contexto, descalificar o reprimir a los jóvenes no solo profundiza la crisis de representación, también podría convertirse en un error político costoso.
La presidenta, más que apostar por la confrontación, tendría que reconstruir puentes.
No porque lo exija la coyuntura, sino porque, llegado el momento de la revocación, podría necesitar justamente el voto de esa generación que hoy está eligiendo expresarse en las calles y a la que ha decidido reprimir sin ningún miramiento.