Zona Cero || Abelina y el Guerrero negro: una tragicomedia en blanco y negro

Roberto Santos // Cuando la presidenta municipal de Acapulco, Abelina López Rodríguez, declaró con firmeza casi poética: “No hay ninguna afectación. Lo demás es el Guerrero negro,” no estaba simplemente hablando de una zona geográfica ni recomendando un mole muy cargado.

No. Lo suyo fue una obra de teatro simbólico, un monólogo de realismo mágico y auto-redención moral.

En esta puesta en escena, Abelina se pinta a sí misma con los tonos claros del bien: blanca, luminosa, casi beatificada, flotando sobre los escombros del huracán Otis y del escándalo financiero como una virgen en procesión.

Mientras tanto, todo lo que huela a crítica, fiscalización o rendición de cuentas es arrojado al abismo oscuro que ella misma bautiza como el Guerrero negro —una especie de dimensión alterna donde la transparencia muere y los informes de la Auditoría Superior de Guerrero se van a perder como calcetines en la lavadora del sistema político.

Porque para Abelina, lo del dinero ¿Ochocientos noventa y ocho mil? ya está resuelto. Además, lo importante aquí no es que falten recursos. Lo que falta es comprensión de la narrativa épica en la que ella, la heroína de rostro franco y machete verbal, se enfrenta sola a los monstruos del sistema.

Y es que en la mitología de Abelina, todo es binario: hay blancos y negros. No existen los grises administrativos ni los matices de responsabilidad pública.

No. O estás con la cruzada luminosa de Abelina, o eres parte de ese Guerrero negro, ese estado simbólico y oscuro donde habitan los auditores malvados, los periodistas que preguntan de más y los ciudadanos que, con toda la insolencia del mundo, exigen comprobantes.

El Guerrero negro no es, por supuesto, un lugar físico ni una referencia cultural seria. No es la Costa Chica ni un nuevo corrido.

Es, más bien, un invento retórico, un saco sin fondo donde caben todos los enemigos, reales o imaginarios. Es el basurero de la narrativa, donde se lanza todo lo que incomoda al guion oficial.

Pero hay un detalle que muchos han pasado por alto: Abelina no es de Guerrero. Es de Oaxaca.

Y su forma de hablar del “Guerrero negro” suena, por momentos, más a un comentario desde fuera que a una comprensión profunda del estado al que desea gobernar.

Como si lo oscuro —lo negro— fuera sinónimo de lo feo, de lo malo, de lo otro.

Su metáfora, si fuera culinaria, en referencia al mole negro —símbolo de la rica tradición gastronómica oaxaqueña— terminaría transformándose, en su retórica, en algo ominoso.

Porque lo negro, en su relato, ya no es festivo, ni sabroso, ni patrimonial. Es sospechoso.

Y es ahí donde su discurso roza lo racista: Guerrero es lo negro, y ella no, porque ella es “otra cosa”, casi extranjera, una iluminada entre tinieblas.

Abelina no se defiende con pruebas, sino con símbolos. No presenta facturas, sino fábulas. Mientras el mundo le pide transparencia, ella ofrece literatura oral.

Y aunque el pueblo sigue sin ver los caminos reconstruidos, las escuelas rehabilitadas o los fondos ejercidos, lo que sí puede ver —y con bastante claridad— es que la política no solo es turbia: a veces, también es una tragicomedia involuntaria, donde la alcaldesa se pinta a sí misma como la última santa de la administración pública… rodeada, claro está, por los demonios del Guerrero negro.