Roberto Santos // Cuando alguien aspira a un cargo de elección popular, se espera que ofrezca propuestas, dialogue con la ciudadanía y muestre capacidad para negociar y construir acuerdos.
Sin embargo, hay figuras que eligen otro camino: el de la confrontación, la descalificación y la violencia discursiva.
Uno de esos casos es el de Pedro Segura.
En sus redes sociales, Segura muestra una versión distorsionada de lo que significa hacer política.
Desde ahí, opera no como un líder con visión, sino como un agitador sin rumbo.
Su videos cargados de violencia verbal, parecen dar cuenta de un desorden más profundo: una desconexión con la realidad que raya en lo patológico.
La política, en esencia, es negociación, acuerdo, respeto y tolerancia.
Pero lo que Pedro Segura ofrece es exactamente lo contrario. Sus publicaciones están plagadas de ataques, insultos y hostigamiento hacia autoridades y actores políticos.
Cuando no logra atención, arremete con virulencia. No debate: descalifica. No propone: impone. No persuade: agrede.
Este comportamiento revela no solo la ausencia de un proyecto serio de desarrollo o de bienestar común, sino también una personalidad intolerante, emocionalmente reactiva y poco apta para la función pública.
Su constante necesidad de generar conflicto, su incapacidad para dialogar y su tendencia a personalizar los desacuerdos políticos lo convierten en una figura peligrosa para cualquier ejercicio democrático.
Un político con estas características no podría ni siquiera liderar una comisaría, mucho menos una instancia mayor de gobierno.
Se enemistaría con sus propios vecinos, no por ideología, sino por su intransigencia. Y cuando alguien en el poder no puede negociar, termina por imponer o destruir, pero nunca construir.
En tiempos donde necesitamos puentes y no muros, ideas y no gritos, la ciudadanía debe mirar con atención a quiénes se presentan como opciones para gobernar.
Porque no todo el que grita tiene algo que decir o proponer. Y, en política, no todo el que quiere, puede.