Roberto Santos // En México, los asesinatos ya no se llaman asesinatos. Son “incidentes”, “fallecimientos”, “hechos lamentables”.
El discurso ha mutado. Y con él, nuestra relación con la verdad. No solo enfrentamos una violencia cruda y persistente; también enfrentamos una cultura de la opacidad, del ocultamiento, del no decir para no molestar, para no evidenciar.
El caso de Humberto Piza Pérez es un ejemplo más de esta doble violencia: la de las balas y la del silencio.
La mañana del viernes 27 de junio, a plena luz del día, Piza Pérez fue asesinado a balazos en la colonia Progreso de Acapulco.
Su vehículo terminó estrellado tras el ataque y como es costumbre, los agresores huyeron impunemente.
Pero lo que más llama la atención es la forma en la que el crimen fue comunicado.
La alcaldesa de Acapulco expresó su pesar por el “fallecimiento del líder sindical”.
La secretaria general del SUSPEG lamentó que “perdiera la vida esta mañana”.
Ni una mención a un asesinato. Ni una exigencia de justicia. Ni una palabra a la Fiscalía General del Estado, ni por error.
Piza Pérez no “perdió la vida”, tampoco “falleció”. Le arrebataron la vida. Fue ejecutado. Fue asesinado, como cientos de personas en Acapulco.
Los asesinatos de líderes políticos, de empresarios, de trabajadores, vendedores, no es casual. Y lo que está ocurriendo con las declaraciones públicas tampoco es una omisión inocente.
Estamos presenciando el auge de una narrativa que evita el conflicto no resolviéndolo, sino callándolo. Se maquilla el horror con frases pasivas. Se nombra sin decir. Se informa sin molestar. Porque al final, en este nuevo lenguaje oficial, la violencia existe, pero nadie la comete. Las muertes están ahí, pero nadie las causa.
Este nuevo discurso no es solo inofensivo: es peligroso. Porque el uso sistemático de eufemismos, en contextos donde debería haber exigencia, reclamo, indignación y responsabilidad, contribuye a la normalización de la violencia.
Ayuda a disolver la realidad en palabras suaves, a anestesiar a una sociedad ya cansada, ya vulnerable.
Piza Pérez ya había sufrido el asesinato de su hijo en 2015, también en condiciones violentas. Esta tragedia, acumulada con las anteriores, debería provocar una respuesta institucional fuerte. Pero en lugar de ello, tenemos condolencias huecas y comunicados vacíos.
En Acapulco, y en muchas otras regiones del país, se puede asesinar a un líder sindical o un ciudadano cualquiera en la vía pública y lo único que queda es una nota en las páginas noticiosas y el silencio de quienes deberían exigir el esclarecimiento del caso.