Roberto Camps // La política no sólo se juega en las grandes reformas o en los discursos de plaza, también se construye —o se destruye— en los gestos. El reciente desaire de la presidenta al rechazar un obsequio protocolario enviado por el exgobernador Ángel Aguirre Rivero no es un detalle menor, sino una señal preocupante sobre la convivencia política en México.
Un gesto de cortesía no obliga, no compromete y tampoco significa claudicación. Recibir un obsequio de quien fue dos veces diputado federal por la Costa Chica, senador de la República y dos veces gobernador, no es avalar sus decisiones pasadas, sino reconocer la representatividad acumulada a lo largo de décadas de servicio público. Al ignorar ese principio básico, la presidenta no desairó a un individuo, sino a miles de ciudadanos que, elección tras elección, lo legitimaron con su voto.
Como jefa de Estado Sheinbaum tendría que asumir un papel que trascienda facciones, simpatías o desencuentros personales. No gobierna sólo para un partido, sino para todas y todos los mexicanos. Y ahí es donde el desaire cobra una dimensión mayor: se envía el mensaje de que hay voces y trayectorias políticas que pueden ser marginadas, cuando lo que el país requiere es un liderazgo capaz de integrar y sumar.
Llama la atención el contraste con el Plan de Justicia Amuzgo. Un programa que busca dignificar a los pueblos originarios pierde fuerza si se desdeña a quienes han caminado históricamente con esa comunidad. Aguirre Rivero, con sus aciertos y errores, es parte de esa historia. No reconocerlo debilita el mensaje de unidad que debería irradiar la máxima investidura del país. A menos que se se pretenda con el Plan de Justicia ampliar la clientela política para el partido en el poder.
Un regalo no es lujo ni interés, sino un símbolo de respeto y hospitalidad. Rechazarlo equivale a rechazar a toda una comunidad. La memoria colectiva guarda las imágenes de un servidor público que recorrió caminos de terracería, que dialogó en asambleas comunitarias y que se hizo presente con el pueblo amuzgo y los apoyó.
El obsequio no se medía en su valor material, sino en su significado: tender puentes. La respuesta de frialdad y distancia rompe con la expectativa de cercanía que hoy exige Guerrero, un estado golpeado por huracanes, pobreza y violencia, donde la unidad es el único recurso que mantiene viva la esperanza.
La presidenta, más que nadie, debería saber que no hay margen para la descortesía cuando de lo que se trata es de sumar voluntades para enfrentar la adversidad.
En política, los gestos cuentan.