Roberto Santos // ¿Puede un político de izquierda, que se autodenomina “hijo del pueblo” y se dice franciscano por haber nacido en la pobreza, vivir en una residencia de 12 millones de pesos, tener dos Volvo y aún así decir, sin sonrojarse, que no tiene ninguna obligación de ser austero?
Esa es la pregunta que hoy, una vez más, nos deja Gerardo Fernández Noroña, quien llegó al Senado por el Partido del Trabajo, quien ha desatado una nueva polémica al revelarse la compra de una lujosa casa en Tepoztlán, Morelos, y no uno, sino dos vehículos de alta gama.
Cuando se le cuestiona por esta vida ostentosa, responde con desdén: “Yo era franciscano porque estábamos fregados. Pero ya no.”
¿Y ahora? ¿Está obligado a “desfregarse” a costa del erario, o simplemente es parte de ese club cada vez menos exclusivo de políticos que llegan al poder con una moral, y lo abandonan con otra?
Porque, seamos claros: Noroña no solo contradice la llamada “austeridad republicana”, aquella que López Obrador y ahora Claudia Sheinbaum intentan (al menos en el discurso) mantener como principio ético del poder público.
Tampoco hace caso a la reciente petición de la presidenta de Morena, Luisa María Alcalde, quien llamó a los funcionarios a, por lo menos, disimular su riqueza.
Pero Noroña no disimula. Nunca lo ha hecho. Porque para él, la polémica no es un error: es su hábitat natural.
Narcisista en lo político, tribuno de la vieja escuela, vive del ruido que genera. ¿Cómo va a esconder sus lujos si su personalidad política se alimenta de escándalos? Él mismo lo dice: “Ni modo que no me compre un carro de lujo.”
Pero hay algo más de fondo: Noroña, aunque ya es de Morena, proviene del PT, del cual se distanció una vez llegando al Senado.
Noroña ha sido pragmático, igual que dicho partido político creado en 1990, según numerosos analistas, por encargo de los hermanos Salinas de Gortari, con el fin de dividir el voto de la izquierda en la elección presidencial de 1994.
Así que cuando uno ve a Noroña escalar posiciones dentro del PT, volverse senador, después morenista, y ahora estar en el centro de escándalos por su riqueza. La pregunta surge inevitablemente: ¿A qué juega realmente este partido, y a quién le sirve?
Porque el PT ha sido pragmático hasta el cinismo: ha ido con el PRI, con el PAN, con el PRD y, claro, con Morena.
Y aún así presume raíces maoístas, mientras sus líderes se codean con neoliberales de cepa como en sus inicios con los Salinas.
Una contradicción que no se disimula. Una mezcla entre maoísmo revolucionario y neoliberalismo rapaz. ¿Cómo se digiere eso? ¿Con qué cara hablan de justicia social y revolución popular, si desde sus orígenes están sentados en la mesa del poder?
Y hay más. Con la posible reforma electoral que prepara la presidenta Claudia Sheinbaum, donde podrían desaparecer las diputaciones plurinominales, el futuro del PT –y de personajes como Noroña o el propio Anaya– pende de un hilo.
Si los escaños de regalo desaparecen, ¿qué destino les espera? ¿Estarán dispuestos a competir y ganar votos en las urnas? ¿O simplemente desaparecerán?
La misma pregunta se puede hacer en los estados, pues hay políticos que permanecen como representantes sin nunca ser votados.
La historia del PT es, en muchos sentidos, la historia de un grupo de cuadros ideológicos que surgieron en el poder que decían combatir.
Que se amoldaron a las reglas del juego y que, como ahora Noroña, ya no ven contradicción entre predicar la pobreza y vivir en la opulencia.