Zona Cero || La niñez bajo bisturí: cuando la cultura narca dicta la belleza

Roberto Santos // La muerte de Paloma Nicole Arellano, de apenas 14 años, tras someterse a una cirugía de implantes mamarios en Durango, debería ser una alarma nacional.

Una niña que apenas comenzaba su desarrollo físico fue intervenida con el consentimiento de su madre y el apoyo del padrastro, el presunto médico, en un intento por moldear un cuerpo sexualizado que la naturaleza aún no le había dado.

Esa urgencia por “embellecerla” encierra algo más profundo y perturbador: la colonización de la infancia por una cultura que glorifica la apariencia y la reduce a mercancía.

Lo que ocurrió no puede entenderse aislado. Forma parte de la expansión de la cultura buchona, heredera de aquella estética del narcotráfico que en Colombia fue retratada con crudeza por Gustavo Bolívar en “Sin tetas no hay paraíso”.

Allí, la protagonista Catalina aspiraba a transformar su cuerpo para atraer a un narco y escapar de la pobreza.

La historia, escrita hace dos décadas, es hoy una radiografía viva en México: la promesa de que un cuerpo operado abre las puertas al dinero, al lujo y al poder: al paraíso.

Las “buchonas” mexicanas han convertido ese guion en estilo de vida. Los narcocorridos exaltan su figura; el reguetón la celebra como trofeo; las redes sociales amplifican un canon de belleza que exige curvas quirúrgicas, pestañas infinitas, labios gruesos y lujos ostentosos.

La aspiración no es ser profesional, artista o científica, sino novia de un hombre poderoso —generalmente vinculado al narco— que pueda costear ese “paraíso” de cirugías, bolsas de diseñador y camionetas blindadas.

En este ecosistema, el cuerpo femenino deja de ser humano para volverse capital erótico.

Una inversión que promete rendimientos: viajes, dinero, protección, estatus.

Y cuando esa lógica se filtra hacia la infancia, como en el caso de Paloma Nicole, ocurre lo impensable: madres que consienten operaciones estéticas a hijas adolescentes, anulando la posibilidad de que vivan su desarrollo psicosocial con naturalidad.

En este caso, la madre le daría un regalo consistente en tres operaciones: liposucción, aumento mamario y lipotransferencia a los glúteos, porque cumpliría 15 años de edad.

No es casualidad que México ocupe uno de los primeros lugares en cirugías plásticas en América Latina, ni que la Cofepris haya clausurado casi un centenar de clínicas irregulares en los últimos tres años.

Tampoco lo es que cada vez más adolescentes aspiren a someterse a procedimientos de alto riesgo. La presión cultural es brutal: la televisión, la música y ahora TikTok y Instagram transmiten la idea de que “ser mujer” significa parecerse a las reinas del narco.

Pero ¿qué tipo de sociedad construimos si el valor de nuestras niñas se mide en siluetas, y no en sueños? ¿Qué civilización puede aspirar a la paz si sigue repitiendo la fórmula del narco: lujo, violencia y cuerpos al servicio de un poder patriarcal?

El reto es cambiar el relato. Así como el narcocorrido y las series de narcos moldearon un imaginario colectivo, necesitamos una narrativa distinta que celebre la dignidad, la creatividad, la inteligencia y la libertad.

Que muestre que la verdadera belleza está en crecer sin miedo, sin imposiciones y sin bisturís precoces.

La tragedia de Paloma Nicole nos confronta con una decisión colectiva: seguir alimentando una cultura que convierte a las niñas en mercancía, o construir una cultura del respeto que las deje ser lo que son: niñas, con derecho a equivocarse, a crecer, a soñar y a vivir.

Porque, si algo debería quedar claro tras este caso, es que “sin niñas no hay futuro”.