Roberto Santos // Cuando hablamos de suicidio, especialmente en casos tan trágicos como el de este joven que decide quitarse la vida arrojándose de un puente en Acapulco —a pesar de los intentos desesperados de ayuda por parte de un Guardia Nacional—, es importante entender que no se trata simplemente de una “decisión” voluntaria o impulsiva.
El suicidio es mucho más que eso: es la expresión final de un sufrimiento psíquico profundo, muchas veces invisible e incomprendido incluso para quien lo vive.
En algunos casos, cuando alguien se quita la vida, lo hace como una forma de agredir, inconscientemente, a aquello que una vez amó y perdió, pero que ya no puede enfrentar de otro modo.
El suicidio también puede entenderse como un intento desesperado de comunicar algo que no pudo decirse con palabras.
A veces, es un llamado al reconocimiento, una forma de mostrar un dolor intolerable que el entorno no supo —o no pudo— ver.
Por eso, no podemos reducir el suicidio a una mera falta de fuerza de voluntad, a un momento de debilidad o a una decisión racional.
Es el resultado de un conflicto psíquico profundo, donde se entrelazan culpa, dolor, ira y desesperanza, muchas veces sin que la persona pueda ponerle nombre a lo que siente.
En el caso de este joven, no se trata de buscar culpables. El guardia nacional que intentó detenerlo hizo lo humanamente posible. Pero cuando una persona está atrapada en un sufrimiento psíquico tan grande, cuando el dolor interno se vuelve insoportable y no encuentra salida simbólica, ni siquiera la presencia de alguien dispuesto a ayudar puede ser suficiente.
Urge que los municipios tengan unidades de salud mental, donde se pueda no solo prevenir el suicidio como acto final, sino comprender y atender los conflictos internos que lo generan, antes de que se actúen.
Poder hablar, poner en palabras lo que duele, construir un espacio donde el sufrimiento psíquico tenga lugar, es muchas veces el único camino para evitar estos desenlaces tan tristes.