Roberto Santos // Carlos Manzo no debía m0rir. Era joven, tenía un futuro político prometedor y el respaldo firme de su gente.
Pero en México, la valentía sigue siendo una condena. En un país donde los criminales imponen su ley y el Estado calla, la vida de un alcalde que decidió enfrentar a los c4rt3les estaba marcada desde el principio.
La muerte de Manzo estaba anunciada. Él mismo lo dijo, lo advirtió, lo rogó. “No quiero ser un presidente municipal más de la lista de los 3j3cut4dos”, declaró en septiembre, con voz temblorosa pero decidida.
Denunció lo que muchos sabían y pocos se atrevían a repetir: que Uruapan estaba sitiada por el crimen organizado, que los c4rt3les —CJNG, Viagras, Caballeros Templarios— se repartían el territorio, que había campos de entrenamiento con sicarios extranjeros.
Lo reportó. Entregó ubicaciones de fosas clandestinas. Suplicó protección. Nadie actuó.
El gobierno estatal y el federal lo abandonaron. Prefirieron cuidar las formas y las lealtades partidistas antes que atender el grito desesperado de un municipio asfixiado.
En Michoacán, como en gran parte del país, la omisión institucional es una forma de complicidad.
Mientras Manzo vivía bajo código rojo, mientras cancelaba el Grito de Independencia por temor a una m4sacr3, mientras despedía a policías caídos en el cumplimiento de su deber, desde los escritorios del poder le pedían “mesura”.
Hoy, quienes antes lo criticaron fingen sorpresa y claman justicia. El senador Morón, el diputado Godoy y otros dirigentes lamentan el as3sinat0 del alcalde independiente al que llamaban incómodo, el mismo que los señaló por presuntos vínculos con el crimen.
México entero vio la imagen que duele, un padre abrazando a su hijo en sus últimos momento.

Carlos Manzo tenía 40 años. Era politólogo egresado del ITESO, padre, servidor público, hombre que creyó que la política podía ser un acto de dignidad.
Su mu3rt3 no es sólo una tragedia personal: es un mensaje de terror para todos los que aún creen que este país puede cambiar desde la honestidad.
Su as3sin4to no fue un hecho aislado ni un error de cálculo. A Manzo le cerraron el paso ante su crecimiento en popularidad, pero también fue consecuencia directa de un Estado que se niega a proteger a quienes sí enfrentan al crimen, de un gobierno que calla ante la barbarie y que parece más preocupado por los votos que por las vidas.
Su mu3rt3 deja al descubierto la cobardía de muchos y la deuda de todos.
Y esa deuda, México no puede seguirla ignorando.