Roberto Santos // En política y en historia, cada quien elige un tótem y lo abraza como una prolongación de sí mismo.
Puede ser una persona, un movimiento o una idea entronizada hasta adquirir el peso simbólico de una divinidad doméstica.
Y esto viene a cuento por el debate suscitado tras el homenaje al exgobernador Rubén Figueroa, donde las posturas no admiten tonos grises: reina la polarización absoluta.
Unos piden mantenerlo en el calendario cívico y otros exigen borrarlo de la historia para, en su lugar, homenajear a Lucio Cabañas.
En realidad, el tótem es una promesa de identidad y pertenencia. Lo inquietante es que permanece impoluto para sus devotos, incluso cuando la realidad lo desmiente.
Lo simbólico cubre las manchas de sangre, las arbitrariedades y los excesos. Las biografías se tratan como santuarios: cada capítulo se lee no para comprender, sino para reafirmar la fe de sus seguidores.
Esa devoción cumple una función de cohesión: permite a un grupo consolidar un relato común y distinguirse de los otros.
En el plano psíquico, responde a una necesidad más profunda: la de encontrar figuras que contengan nuestras pulsiones, miedos y aspiraciones no resueltas. De ahí la belicosidad de las posturas públicas en redes sociales.

La historia está repleta de personajes que concentran, en proporciones dispares, grandeza y destrucción.
Stalin, evocado por algunos como arquitecto de una utopía pese a su estela de muerte; Julio César, cuyo genio militar eclipsa las guerras civiles que provocó; Alejandro Magno, celebrado como visionario mientras arrasaba ciudades; Aníbal Barca, estratega magistral cuya gloria depende tanto de su audacia como de la devastación que dejó.

O Pancho Villa, héroe popular o bandolero según la voz que narre. El Che, símbolo romántico o ejecutor implacable, dependiendo del ojo que mira.
Y, más cerca, Rubén Figueroa y Lucio Cabañas: dos figuras que encarnan la polaridad absoluta. Cada una convertida en emblema por un sector que necesita explicar su historia a través de un tótem que lo represente y le dé sentido.
Son, en el fondo, proyecciones antagónicas de los mismos anhelos: orden o rebelión; autoridad o insurrección; la ley o la justicia por otras vías.
La historia —conviene recordarlo— no es ecuánime. Opera como un espejo cultural en el que cada grupo ilumina el ángulo que confirma su relato y hunde en la penumbra los contornos incómodos.
En términos psicoanalíticos, seleccionamos qué recordar y qué olvidar del tótem igual que elegimos qué aceptar y qué reprimir de nosotros mismos.
La memoria colectiva actúa como un gran aparato defensivo: absuelve al objeto amado y condena a su antagonista. La razón se vuelve selectiva; el análisis, maleable; la crítica, un acto sospechoso.
Por eso seguimos atrapados en la necesidad de héroes. Aunque sabemos que muchos están construidos sobre cimientos de luces y sombras, insistimos en erigirlos porque necesitamos depositar en algo externo la responsabilidad de nuestras aspiraciones y frustraciones.
Los tótems, al final, alivian la angustia: nos permiten creer que existen figuras superiores capaces de ordenar el caos que nosotros no podemos dominar.
La pregunta incómoda no es por qué existieron personajes implacables —la historia está llena de ellos—, sino por qué seguimos venerándolos.
Tal vez porque, al adorarlos, evitamos mirar nuestras propias contradicciones. Tal vez porque es más fácil mitificar que comprender. O quizá porque, en el fondo, los tótems dicen más de nuestras carencias emocionales que de los individuos que representan.