Roberto Santos // Hay una ironía persistente en la historia política: los que ayer clamaban por la revolución, mañana suelen convertirse en los guardianes del orden.
Los que inician luchando para consolidar una ruptura generacional, con el tiempo terminan en una estructura que defiende su propia estabilidad.
El sociólogo Robert Michels lo advirtió en 1911, en “Los partidos políticos”, cuando formuló su célebre “Ley de hierro de la oligarquía”: toda organización tiende, inevitablemente, a volverse conservadora.
“Quien dice organización, dice oligarquía”, escribió.
Incluso los movimientos más democráticos generan jerarquías internas que buscan perpetuarse. Los líderes que lucharon por el cambio acaban adoptando las mismas dinámicas de poder que antes denunciaban.
Esto viene a colación por lo que sucede en el país en los últimos años y los movimientos sociales generacionales que asoman a la vida política.
Unos los aplauden, otros los descalifican. La historia es cíclica, por lo que parece complicado que puedan parar lo que ya está emergiendo con la generación Z y él movimiento del Sombrero.
Quienes conquistaron el poder con Morena derrotando al PRI, hoy deslegitiman a quienes saldrán a protestar en su contra estigmatizándolos con la fórmula que no falla. Díaz Ordaz acusó a los jóvenes del 68 de ser pagados por la izquierda extranjera.
Hoy son señalados de ser pagados por la derecha extranjera. Parece cierta la teoría de la herradura, de que la ultra izquierda y la ultraderecha se unen.
Lo que vemos no es raro en la historia política y de los movimientos sociales.
Y es que el fenómeno no solo es político. También es psicológico.
Desde la perspectiva de la corriente cognitivo-conductual, podríamos decir que los revolucionarios —como cualquier individuo o grupo— no están exentos de distorsiones cognitivas: patrones automáticos de pensamiento que deforman la realidad para mantener la coherencia interna.
Una de ellas, la “sobregeneralización”, lleva a creer que si una estrategia funcionó una vez (rebelarse, movilizar, oponerse), funcionará siempre.
Otra, la “polarización” o pensamiento dicotómico, divide el mundo en categorías rígidas: nosotros/ellos, nuevo/viejo, revolución/reacción.
Paradójicamente, cuando el revolucionario asciende al poder, esa misma estructura mental —que antes justificaba la lucha— se reorienta para proteger lo conquistado. La distorsión permanece, solo cambia su objeto.
También aparece la “racionalización”, una forma de autoengaño elegante: el poder no se conserva por ambición, sino “para garantizar el proyecto”, “mantener la pureza ideológica”, “proteger la revolución”, “ayudar al movimiento.”
Y con esta bandera se justifican aberraciones, como eliminar a sus enemigos en procesos electorales o fuera de estos.
Así, las estructuras políticas reproducen las trampas del pensamiento humano. La mente y la institución se reflejan: ambas buscan estabilidad, ambas temen el cambio que dicen defender. La democracia se distorsiona siempre a favor de quien posee el poder.
José Ortega y Gasset lo expresó con lucidez: toda generación revolucionaria termina por convertirse en tradición.
Veremos qué sucede el día 15 de noviembre. Si este movimiento se legitima o se deslegitima.
Esperemos que desde el gobierno no se imponga la línea dura y no sea reprimido como en el 68 lo fue por un gobierno autoritario.
Políticamente podemos pensar que quizá el verdadero desafío para los partidos o movimientos sociales no sea solo conquistar el poder, sino mantener la lucidez frente a nuestras propias distorsiones.
Porque no solo los sistemas se vuelven conservadores; también las mentes lo hacen y es cuando se vuelven obstáculo a los que vienen atrás demandando lo mismo que en su momento los que ahora disfrutan del poder y sus beneficios, lo exigían.